
Si alguien te hubiera dicho hace cinco años que un banquero australiano con una sonrisa encantadora iba a protagonizar uno de los mayores escándalos financieros del siglo XXI, probablemente habrías pensado que estaba exagerando. Pero la realidad, como suele ocurrir, superó cualquier ficción que pudiéramos imaginar.
Lex Greensill no era un estafador de poca monta operando desde un sótano. Era el tipo de financiero que cenaba con primeros ministros, que tenía oficinas en las mejores direcciones de Londres y que había convencido a algunos de los inversores más sofisticados del mundo de que había encontrado la fórmula mágica para revolucionar las finanzas. Duncan Mavin, en su libro «Pyramid of Lies: The Prime Minister, the Banker and the Billion-Pound Scandal», nos cuenta cómo todo se desmoronó de la manera más espectacular posible.
La idea que sonaba demasiado buena para ser verdad
Empecemos por el principio. Greensill había identificado un problema real que cualquier empresario conoce: el eterno dilema del flujo de caja. Imagínate que tienes una pequeña empresa y le vendes productos a una gran corporación. Ellos te dicen «perfecto, te pagamos en 90 días», pero tú necesitas ese dinero ahora para pagar a tus empleados, comprar materiales y mantener las luces encendidas.
Aquí es donde entraba Greensill con su propuesta aparentemente brillante: «Yo te adelanto el dinero hoy, me quedo con una pequeña comisión, y cuando llegue el día 90, cobro directamente de la gran empresa». Todos contentos, ¿verdad? Los proveedores obtenían liquidez inmediata, las grandes empresas mantenían sus términos de pago cómodos, y Greensill se embolsaba una comisión por hacer de intermediario.
El problema es que, como descubrirían miles de inversores más tarde, Greensill había convertido esta idea relativamente simple en algo mucho más siniestro.
El hombre que nunca decía «no»
Aquí es donde la historia se pone interesante. Greensill tenía una política empresarial que debería haber hecho saltar todas las alarmas: nunca rechazaba un préstamo. Nunca. Si llegabas a su oficina pidiendo dinero, él encontraba la manera de dártelo, sin importar lo dudoso que fuera tu negocio o lo cuestionable de tus antecedentes.
¿Necesitabas financiamiento para un avión de carga ruso con conexiones con Putin? Greensill tenía una solución. ¿Eras un exmilitar dirigiendo un ejército privado? También había dinero para ti. ¿Tu empresa era básicamente un fraude sin ingresos reales? No había problema, Greensill encontraría la manera de estructurar el préstamo.
Esta política de «nunca decir no» no era generosidad; era el núcleo de un modelo de negocio fundamentalmente roto. Porque resulta que Greensill no estaba prestando su propio dinero. Estaba prestando el dinero de otros, y mucho de ese dinero provenía de fondos de pensiones y inversores que creían estar haciendo inversiones seguras.
El arte de hacer que lo tóxico parezca seguro
Aquí es donde Greensill demostró ser un verdadero artista de la ingeniería financiera. En lugar de mantener estos préstamos arriesgados en su balance (lo que habría revelado rápidamente los problemas), los empaquetó en productos financieros complejos llamados bonos titularizados y se los vendió a otros.
Era como tomar un montón de hipotecas basura, meterlas en una caja bonita con un lazo, y venderlas como «inversiones de primera calidad». ¿Te suena familiar? Debería, porque es exactamente lo que causó la crisis financiera de 2008.
Para hacer estos paquetes más atractivos, Greensill los aseguraba contra pérdidas. El mensaje a los inversores era claro: «Miren, incluso si algo sale mal, están protegidos por el seguro». Era la tranquilidad perfecta para inversores que querían rendimientos más altos pero sin asumir riesgos aparentes.
El problema llegó cuando las compañías de seguros comenzaron a examinar más de cerca a quién exactamente estaba prestando dinero Greensill. Lo que encontraron los horrorizó tanto que se negaron a renovar las pólizas. Esa fue la primera grieta en la fachada.
Cuando los amigos se convierten en clientes
Una de las revelaciones más perturbadoras del libro de Mavin es cómo Greensill construyó su imperio principalmente prestando dinero a empresas conectadas con él personalmente. No estamos hablando de coincidencias; estamos hablando de un patrón sistemático donde los lazos familiares, las amistades y los acuerdos comerciales previos determinaban quién recibía financiamiento.
Entre sus clientes más problemáticos estaban empresas como NMC Health y BrightHouse, que colapsaron espectacularmente en 2020. También financió startups que quemaban dinero de SoftBank como si fuera papel, incluyendo la hotelera india Oyo, que tenía más agujeros en su modelo de negocio que un colador.
Pero quizás el caso más emblemático fue su relación con Sanjeev Gupta, un industrial cuyo imperio siderúrgico era tan opaco que ni sus propios empleados sabían realmente cómo funcionaba. Greensill le prestó miles de millones, dinero que eventualmente se esfumaría cuando todo colapsó.
David Cameron y la puerta giratoria de Westminster
Si pensabas que esta historia no podía volverse más surreal, espera a conocer el papel de David Cameron en todo este desastre. El expresidente del Gobierno británico se convirtió en consultor de Greensill después de dejar el cargo, una decisión que lo convertiría en protagonista de uno de los escándalos políticos más vergonzosos de la historia británica reciente.
Cuando Greensill Capital comenzó a tambalear durante la pandemia, Cameron hizo lo que cualquier exconsejero bien conectado haría: utilizó su libreta de contactos para presionar a ministros actuales. Envió mensajes de texto, hizo llamadas telefónicas y ejerció toda la influencia que pudo para conseguir que el gobierno británico incluyera a Greensill en los programas de apoyo financiero por la COVID-19.
Era la demostración perfecta de cómo funciona realmente la «puerta giratoria» entre la política y las grandes empresas. Los exfuncionarios públicos monetizan sus conexiones, y las empresas compran acceso e influencia. El problema es que, en este caso, Cameron estaba presionando para salvar una empresa que ya estaba condenada.
El contexto perfecto para un desastre
Para entender cómo Greensill pudo crecer tanto y engañar a tantos inversores sofisticados, hay que situarlo en el contexto de la década posterior a la crisis de 2008. Durante años, los bancos centrales mantuvieron las tasas de interés cerca de cero, lo que significaba que los rendimientos tradicionales habían prácticamente desaparecido.
Esto creó una búsqueda desesperada de rentabilidad entre inversores institucionales. Fondos de pensiones, gestoras de activos y bancos estaban dispuestos a asumir más riesgos con tal de obtener rendimientos decentes. Era el ambiente perfecto para que alguien como Greensill prometiera rendimientos atractivos con «bajo riesgo».
Al mismo tiempo, había una narrativa política poderosa sobre la democratización de las finanzas y la necesidad de ayudar a las pequeñas empresas a acceder al crédito. Greensill se presentó como el Robin Hood de las finanzas, quitándole poder a los grandes bancos tradicionales para dárselo a los pequeños empresarios.
Era una historia que todo el mundo quería creer, desde inversores hasta políticos. El problema es que era mentira.
Cuando todo se desmorona
El colapso final de Greensill Capital en marzo de 2021 fue tan dramático como su ascenso. En cuestión de días, una empresa valorada en miles de millones se convirtió en chatarra financiera. Las consecuencias fueron devastadoras y de largo alcance.
Credit Suisse, uno de los bancos más prestigiosos del mundo, perdió miles de millones de dólares. SoftBank, el gigante tecnológico japonés, también sufrió pérdidas masivas. Un banco alemán quedó bajo investigación criminal. Miles de trabajadores, especialmente en la industria siderúrgica británica, vieron peligrar sus empleos cuando las empresas de Gupta se quedaron sin financiamiento.
Mientras escribo esto, ejércitos de abogados y contadores siguen intentando desentrañar los restos del imperio Greensill, tratando de recuperar lo que puedan para los acreedores e inversores perjudicados. Es un proceso que probablemente durará años y costará cientos de millones en honorarios legales.
Lo que realmente aprendimos
La historia de Greensill no es solo el relato de un financiero ambicioso que se extralimitó. Es una ventana a problemas sistémicos mucho más profundos en nuestro sistema financiero y político.
Primero, nos muestra los peligros de la innovación financiera no regulada. Cuando permitimos que las empresas operen en zonas grises regulatorias, creamos oportunidades para que actores sin escrúpulos exploten esas lagunas. La regulación financiera existe por una razón: proteger a los inversores y mantener la estabilidad del sistema.
Segundo, ilustra cómo la búsqueda de rendimientos en un entorno de bajas tasas de interés puede llevar a inversores sofisticados a tomar decisiones irracionales. Cuando el dinero es barato y los rendimientos escasos, la tentación de asumir riesgos excesivos se vuelve casi irresistible.
Tercero, expone la naturaleza problemática de la puerta giratoria entre la política y las grandes empresas. Cuando los exfuncionarios públicos pueden monetizar inmediatamente sus conexiones gubernamentales, se crean incentivos perversos que socavan la confianza pública en las instituciones.
El precio de la ambición sin límites
Quizás lo más revelador de la saga Greensill es que en nuestro sistema financiero actual, cuando las cosas salen mal, rara vez son los responsables quienes pagan el precio más alto. Mientras que miles de empleados perdieron sus trabajos y pequeños inversores vieron evaporarse sus ahorros, muchos de los arquitectos del esquema Greensill continuaron con sus vidas relativamente intactas.
Lex Greensill, por ejemplo, no fue a la cárcel. David Cameron enfrentó algunas preguntas incómodas en el Parlamento, pero su reputación se recuperó relativamente rápido. Los ejecutivos de Credit Suisse que aprobaron las inversiones en Greensill recibieron bonificaciones reducidas, pero mantuvieron sus empleos.
Es un patrón que hemos visto una y otra vez: las ganancias se privatizan, pero las pérdidas se socializan. Los beneficios van a los de arriba, pero cuando todo se desmorona, son los trabajadores ordinarios y los pequeños inversores quienes sufren las consecuencias.
El próximo Greensill ya está ahí fuera
«Pyramid of Lies» de Duncan Mavin no es solo una crónica fascinante de un escándalo financiero; es un recordatorio urgente sobre la necesidad de reformas profundas en cómo regulamos las finanzas modernas y protegemos el interés público.
La historia de Greensill nos recuerda que la innovación financiera sin supervisión adecuada no es progreso; es una receta para el desastre. Nos muestra que cuando permitimos que la ambición ciega se combine con reguladores ciegos, creamos las condiciones perfectas para fraudes masivos que ponen en riesgo no solo el dinero de inversores sofisticados, sino también los empleos y medios de vida de personas ordinarias.
Mientras los restos del imperio Greensill siguen siendo analizados por equipos de forenses financieros, una cosa queda clara: esta no será la última vez que veamos un escándalo de esta magnitud. A menos que aprendamos de estos errores y hagamos los cambios necesarios, estamos condenados a repetir los mismos patrones una y otra vez.
La pregunta no es si habrá otro Greensill, sino cuándo aparecerá y si estaremos mejor preparados para detenerlo antes de que cause tanto daño.
