
Si hiciéramos una encuesta a pie de calle y preguntáramos: “¿Crees que la humanidad siempre avanza?”, la mayoría contestaría que sí. Es lógico. Vivimos rodeados de narrativas optimistas: cada generación parece disfrutar de mayores comodidades, la tecnología se renueva a un ritmo acelerado, y las promesas de la inteligencia artificial ocupan portadas de medios, charlas TED e incluso nuestras conversaciones cotidianas. Sin embargo, Carl Benedikt Frey —profesor en Oxford y uno de los pensadores más relevantes en economía digital de nuestro tiempo— nos propone una sacudida intelectual en su libro How Progress Ends: ¿y si el progreso fuera mucho más frágil de lo que pensamos?
El autor: De la automatización a la raíz del progreso
Frey no es un alarmista ni un ludita moderno. Su trayectoria es el mejor aval: dirigió investigaciones pioneras en el Oxford Internet Institute sobre empleo y tecnología y es autor del celebrado “The Technology Trap”, donde analizaba los retos de la automatización para el mundo del trabajo. Pero en How Progress Ends, Frey amplía la mirada: indaga en los verdaderos motores —y peligros— del avance social. El libro ha causado sensación en círculos académicos y empresariales, y no es para menos. Aquí no encontrarás soluciones fáciles ni discursos complacientes, sino un monumento a la duda sana y el sentido crítico.
La falsa inevitabilidad: historia de ciclos y frenazos
Resulta liberador (y, por momentos, inquietante) constatar que la historia está lejos de ser una línea ascendente. Al contrario, Frey recorre mil años, desde la China Song hasta la revolución industrial inglesa, pasando por la Holanda de los navegantes y la América del Silicon Valley, para desmontar el mito de la “inevitabilidad tecnológica”. Hay siglos —literalmente, siglos— de estancamiento entre fases de euforia inventiva. Así, la pregunta correcta no es “¿cuándo llegará el próximo gran salto?”, sino “¿qué lo puede bloquear?”
Este tipo de enfoque no es frecuente en libros de divulgación tecnológica, más ocupados en anticipar la próxima disrupción que en estudiar lo que puede salir mal. Frey, sin embargo, no se conforma con peinar la superficie: explora el papel de las instituciones políticas, la cultura, la educación y, sobre todo, los intereses creados.
Intereses creados: el mayor freno de la innovación
Imagina una época de máxima creatividad: inventores, empresarios y científicos trabajan sin descanso para transformar la sociedad. ¿Qué podría salir mal? Según Frey, mucho. Y tiene razón si miramos la historia: cuanto más potente es una innovación, más amenazante resulta para quienes detentan poder económico o político. El libro detalla ejemplos reveladores: cuando los monopolios industriales sintieron peligrar sus privilegios por las nuevas fuentes de energía en la Inglaterra victoriana, desplegaron todos sus recursos para frenar el avance. O cuando la burocracia imperial china decidió privilegiar la estabilidad sobre la inquietud tecnológica y condenó al país, durante siglos, al letargo.
Son lecciones incómodas, pero actuales. Hoy, el poder de las big tech, la captura regulatoria o el miedo al cambio en ciertos sectores recuerdan mucho a las dinámicas que Frey denuncia en las grandes civilizaciones. Su mensaje es claro: el progreso puede morir ahogado en el despacho de un burócrata, la reunión de un lobby o la directiva de una multinacional.
El delicado equilibrio: creatividad vs. organización
Hay algo de poético en el modo en que Frey describe el progreso: no como una reacción en cadena imparable, sino como una danza continua entre caos y orden. Si la creatividad fluye y surgen mil ideas, pero no existe organización suficiente para escalar las mejores (infraestructuras robustas, marcos legales claros, difusión del conocimiento), la energía se disipa. Si, por el contrario, predomina la rigidez institucional, la innovación se asfixia.
Este doble movimiento se aprecia en relatos históricos y realidades actuales. Silicon Valley, explica Frey, fue el motor mundial de innovación al conjugar la apertura al riesgo, la atracción mundial de talento y la flexibilidad institucional. Pero, con el tiempo, la concentración de poder y la burocratización empiezan a aparecer, y muchos advierten signos de fatiga. Lo mismo ocurrió en otras épocas: desde la incapacidad japonesa para adaptar sus bancos en los noventa hasta los letargos europeos tras los periodos dorados.
El caso chino: del laboratorio al control centralizado
El caso de China resulta fascinante y paradigmático. A comienzos del siglo XXI, combinó una apertura inédita a la innovación con inversiones masivas en tecnología, logrando hazañas sorprendentes. Sin embargo, a medida que el poder ha centrado en manos del Estado y los controles al sector privado aumentan, los fantasmas del estancamiento histórico regresan. Frey invita a mirar a largo plazo: la historia nunca está cerrada, cualquier potencia innovadora de hoy puede devenir en rezagada mañana si olvida el equilibrio entre libertad y control.
¿La inteligencia artificial lo cambia todo? Cuidado con las promesas
Llegados a la actualidad, cuesta no plantearse una pregunta: ¿no estamos ante una nueva excepción histórica gracias a la inteligencia artificial? Frey es escéptico. Si bien reconoce la magnitud del salto, advierte que la IA no es una garantía de crecimiento sostenido ni de bienestar general. ¿Por qué? Porque las culturas, instituciones y reglas pueden limitar —o acelerar— su adopción.
Es aquí donde la comparación histórica cobra fuerza. La IA, como el ferrocarril o la electricidad, tiene potencial para transformar el mundo… pero solo si el mayor número posible de personas y sectores se benefician de ella. El peligro —y aquí radica la originalidad del libro— es que la IA, si queda capturada por unos pocos actores (por poder económico o control estatal), puede convertirse en una fuente de desigualdad, parálisis e incluso retroceso social. Y es un riesgo real.
Qué hacer: recomendaciones de fondo
Uno de los aciertos de How Progress Ends es que no se trata de un libro catastrofista, sino de una llamada a la vigilancia cívica y la acción colectiva. Sin soluciones mágicas, Frey apunta algunos caminos:
- Gobiernos: Tienen la responsabilidad de evitar que los monopolios y la burocracia ahoguen la innovación. Esto implica limitar “puertas giratorias”, favorecer la competencia y proteger la apertura de los mercados de ideas.
- Empresas: Deben mirar más allá del beneficio inmediato y contribuir a un ecosistema dinámico y plural. La responsabilidad social, la inversión continua en talento y la aceptación del riesgo son claves.
- Ciudadanía: El pilar menos mencionado, pero quizá el más importante. Frey subraya la necesidad de una vigilancia ciudadana activa, capaz de exigir transparencia, flexibilidad regulatoria y protección ante intereses creados.
El progreso, concluye, no es un regalo de los dioses, sino una apuesta que renovamos día tras día.
Lecciones para llevarse
Hay varios motivos por los que How Progress Ends merece leerse con detenimiento. El primero, porque nos obliga a repensar el optimismo tecnológico dominante, muy dado al “determinismo innovador”. El segundo, porque conecta casos históricos dispares —imperios caídos, milagros económicos, startups legendarias— para mostrar patrones y advertir sobre errores repetidos. Y el tercero, quizá el más importante, porque devuelve el peso del futuro a la decisión colectiva.
En un momento donde muchos caen en el “tecno-mesianismo”, este libro pone el acento —o el dedo en la llaga— en la importancia de mantener los canales abiertos, escuchar la disidencia, cuidar los equilibrios entre libertad y control, y no dejar nunca que el sistema se cierre sobre sí mismo.
Una reflexión personal y cercana
Como lector y observador cotidiano de la tecnología, sentí que este libro conversa contigo, más allá de las cifras y los modelos. Frey es capaz de transmitir la apasionante fragilidad del progreso: esa sensación de que, pese a todo, la historia sigue siendo nuestra. Si algo queda claro tras leerlo, es que el futuro sigue siendo una hoja en blanco, pero también un deber. Hay que defender la creatividad, evitar el dogmatismo y sobre todo, no caer en la complacencia.
El progreso, enseña Frey, es una sucesión de apuestas ganadas y fracasos evitados. Nadie puede garantizarnos el avance, pero todos —desde políticos a programadores, de docentes a empresarios y de ciudadanos a estudiantes— tenemos un papel en evitar que, como en otras épocas doradas, el progreso termine sin que apenas lo advirtamos.
