Hay libros que no descubren nada radicalmente nuevo, pero que consiguen algo más valioso: poner orden en intuiciones sueltas, darles lenguaje y encajarlas en un marco. La hora de los depredadores, de Giuliano da Empoli, va por ahí. No es “otro libro sobre populismo” ni “otro libro contra las big tech”. Es, sobre todo, un mapa bastante inquietante de cómo se ha reconfigurado el poder en la era digital.

Da Empoli junta dos mundos que solemos analizar por separado: por un lado, los líderes políticos con instintos autoritarios y pulsión nacional-populista; por otro, los grandes magnates tecnológicos que se sienten por encima de cualquier límite. A ese conjunto les llama “depredadores”. No por demonizarlos, sino porque comparten una lógica muy simple: avanzar sin frenos, tratar las reglas como algo negociable y usar cualquier resquicio del sistema para reforzar su posición.

La tesis central del libro es clara: estos depredadores han encontrado un terreno común en la insurrección digital y en el rechazo a cualquier límite institucional. Y esa alianza, más o menos explícita, está acelerando el derrumbe del orden liberal que había estructurado el mundo desde la Segunda Guerra Mundial: un orden basado en reglas, burocracias, procedimientos y la idea –un poco ingenua, si queremos– de que el poder tiene que estar encadenado.

El giro “borgiano”: Maquiavelo con Wi-Fi

Da Empoli ordena su análisis alrededor de una categoría que recupera del Renacimiento: lo “borgiano”, en referencia a César Borgia, el príncipe que fascinó a Maquiavelo. Lo borgiano no es una ideología, es un estilo de poder: audacia, eficacia y ausencia de escrúpulos.

Si lo traemos al siglo XXI, es la mentalidad del “ya pediremos perdón (si hace falta)” en vez del “pedir permiso”. Es la lógica del “move fast and break things”, pero aplicada tanto al código como a la Constitución. Presidentes que convierten las instituciones en atrezo, referéndums imposibles, decretos improvisados… y, al mismo tiempo, CEOs que lanzan productos que afectan a miles de millones de personas sin preguntarse demasiado por su impacto democrático o social.

La clave es la velocidad. Lo borgiano es atacar mientras los demás aún están leyendo el reglamento. Da Empoli insiste en que esto no es caos ni improvisación pura: responde a una racionalidad distinta, mucho más fría. La disrupción no es un efecto colateral, es una herramienta.

En este marco, la disyuntiva ya no es “democracia vs autoritarismo” en abstracto, sino “poder limitado vs poder sin frenos”. Y ahí, por ahora, los depredadores juegan en otra liga.

Tecnopoder y populismo: matrimonio de conveniencia

La parte más interesante del libro es cómo describe el acercamiento entre tecnopoder y populismo nacionalista. No se queda en el nivel superficial de “políticos usando redes sociales” o “donaciones de campaña desde Silicon Valley”. Va a algo más incómodo: una visión compartida de cómo debe ejercerse el poder en la era digital.

Las grandes tecnológicas se han acostumbrado a moverse en un entorno de regulación débil o reactiva. Construyen plataformas que concentran datos, atención y capacidad de decisión. Sus algoritmos deciden qué vemos, dónde miramos y qué conversación parece “natural” en cada momento. Nada de esto se vota, pero condiciona la política más que muchos parlamentos.

Los nuevos líderes populistas han descubierto que esas herramientas son perfectas para lo que siempre han querido hacer: simplificar la realidad hasta el insulto, polarizar emociones, saltarse intermediarios y presentarse como voz directa del “pueblo”.

Cuando estas dos lógicas se encuentran, aparece lo que podríamos llamar tecnopoder autoritario: un modelo donde la legitimidad ya no viene tanto del debate democrático como del rendimiento técnico (“funciona”, “crece”, “da resultados”) y del control de datos y relatos. El consentimiento ciudadano se degrada a ruido de fondo.

La autoridad pasa a manos de un puñado de actores que controlan al mismo tiempo la infraestructura –datos, algoritmos, plataformas– y el relato –campañas, memes, titulares, hashtags–. No hace falta un golpe de Estado clásico. Basta con que esa capa de tecnopoder no tenga contrapesos reales.

Del caos desde abajo al caos desde arriba

Durante décadas, las élites temían “el caos desde abajo”: huelgas, protestas, revueltas. Esa era la pesadilla estándar. Da Empoli sostiene que ahora vivimos otra cosa: el caos viene, sobre todo, desde arriba.

Los nuevos depredadores no intentan estabilizar los sistemas, sino mantenerlos en un estado de agitación permanente. Crisis encadenadas, cambios bruscos de marco, anuncios sorpresa, decisiones que pillan a todo el mundo a contrapié… En un entorno digital donde la atención es oro, desestabilizar es una forma muy eficaz de gobernar.

Ese “caos descendente” tiene una lógica bastante simple: cuando todo el mundo está confundido, quien controla las plataformas y los mensajes tiene ventaja. La crispación no es un fallo del sistema, es parte del modelo de negocio político y tecnológico.

De nuevo, la asimetría es brutal. Los defensores de las instituciones se mueven con tiempos largos: comisiones, informes, audiencias, consensos. Los depredadores borgianos juegan al sprint. Mientras los primeros están discutiendo la letra pequeña de una regulación, los segundos ya han pivotado a otra cosa.

Democracias en fuera de juego

Otro punto duro del libro es la constatación de que las democracias liberales siguen operando con un manual pensado para otro tipo de adversario. Se diseñaron bajo la premisa de que los actores políticos respetarían un mínimo de reglas compartidas, aunque discreparan en casi todo lo demás.

¿Qué pasa cuando una de las partes decide que esas reglas son opcionales? ¿Cuando la mentira sistemática, la presión sobre jueces y periodistas o el uso masivo de datos personales forman parte de la estrategia cotidiana?

El sistema, simplemente, no estaba preparado. Los mecanismos de checks and balances funcionan razonablemente bien con gente que juega duro, pero acepta la existencia de límites. Con depredadores que convierten cada límite en un desafío, el sistema chirría.

Las instituciones siguen pensando en términos de “procedimiento correcto”; los depredadores piensan en términos de “relato ganador”. La brecha entre ambos se ensancha cada día. Las democracias legislan en años; la infraestructura digital cambia en meses; las campañas de desinformación se montan en horas.

Da Empoli no cae en la nostalgia del viejo orden –que tenía sus propias miserias–, pero sí deja claro que estamos en una zona de nadie. Ni el viejo marco liberal funciona, ni hemos construido algo nuevo que esté a la altura del poder digital que hemos liberado.

La lenta demolición del ecosistema institucional

El libro describe una erosión que no es solo política o tecnológica, sino casi antropológica.

Lo que se va deteriorando no es sólo el prestigio de los parlamentos, los tribunales o los organismos internacionales, sino la idea misma de que el poder debe estar domesticado. Esa intuición –que el poder sin frenos es peligroso, venga de donde venga– había sido una de las grandes conquistas de la modernidad.

Los depredadores, en cambio, ven todo eso como un lastre. La burocracia es “ineficiente”. La diplomacia multilateral es “blanda”. Los procedimientos garantistas se convierten en excusa para justificar decisiones unilaterales: “no podemos permitirnos esperar”.

Mientras tanto, las grandes plataformas digitales ocupan el espacio que antes llenaban medios, partidos, sindicatos, asociaciones. La conversación pública se desplaza a entornos donde las normas no las fijan los ciudadanos, sino los departamentos legales y de producto de unas pocas empresas. Y su prioridad no es fortalecer la democracia, sino maximizar métricas.

Vigilancia, datos y control fino

Otro de los ejes centrales del libro es la relación entre revolución digital y vigilancia. La promesa inicial de Internet sonaba bien: más acceso a la información, más voz para cualquiera, más participación. Lo que tenemos hoy se parece bastante menos a esa utopía.

La combinación de estados ansiosos por “garantizar la seguridad” y corporaciones obsesionadas con “conocer al usuario” ha creado una infraestructura perfecta de observación y predicción. No hace falta imaginar distopías tipo Gran Hermano clásico. Basta con sumar cámaras, móviles, tarjetas, cookies, apps, historiales de búsqueda, patrones de consumo…

Todo eso se cruza, se modeliza y se devuelve en forma de anuncios, noticias recomendadas, feeds “personalizados”. El control ya no va sólo de prohibir cosas, sino de empujar comportamientos, amplificar determinados miedos, reforzar sesgos, premiar o castigar con visibilidad.

La política democrática, en ese contexto, se vuelve frágil. Organizarse, discrepar, experimentar alternativas requiere espacios donde el control no lo vea todo ni lo registre todo. Y esa superficie se está encogiendo.

¿Y ahora qué? Preguntas incómodas, pocas respuestas fáciles

Da Empoli no vende esperanza de saldo. Su diagnóstico es más bien áspero: las ventanas de oportunidad para poner límites legales y éticos a esta nueva forma de poder se están estrechando. Cada vez que se aplaza una regulación importante o se tolera un abuso “porque crea crecimiento”, el equilibrio se desplaza un poco más hacia el lado de los depredadores.

El primer paso, eso sí, es dejar de engañarnos: no estamos ante otro “ciclo de crisis” más, ni ante una simple ola de populismo que se corregirá sola. Es una transformación estructural en cómo se organiza y se ejerce el poder.

La respuesta democrática no puede consistir sólo en defender el statu quo, ni en sacar pancartas a favor de “la democracia” como concepto abstracto. Harán falta nuevas instituciones pensadas para el entorno digital, nuevos contrapesos para el tecnopoder, y formas de participación que no imiten el estilo depredador, pero tampoco se limiten a lamentarse en redes.

Eso implica recuperar algo que los depredadores tienen de sobra: iniciativa. No es suficiente con reaccionar a cada nuevo atropello; hay que proponer modelos alternativos de gobernanza, revisión seria de la propiedad y uso de datos, y estructuras donde la ciudadanía pueda auditar, intervenir y parar máquinas cuando haga falta.

No será cómodo, ni rápido, ni “escalable”. Pero la alternativa es ir normalizando, poco a poco, que el poder vuelva a ser lo que siempre quiso ser: un campo de juego para depredadores sin correa.

Una advertencia que conviene no archivar

La hora de los depredadores no es un libro para cerrar y seguir igual. Es de esos ensayos que, si te los tomas mínimamente en serio, te obligan a revisar algunas certezas cómodas: esa confianza casi religiosa en que “al final la democracia se impone”, esa fe en que “la tecnología nos hará más libres por defecto”, ese reflejo de pensar que “las instituciones siempre acaban reaccionando”.

Puede que no. Puede que, esta vez, no reaccionen a tiempo.

En un momento en que la tecnología corre mucho más que nuestra capacidad de entenderla y gobernarla, en que a muchos líderes políticos les sale más rentable romper normas que respetarlas, y en que nuestra atención es el recurso más disputado del planeta, el libro de Da Empoli funciona como lo que es: una señal de alarma.

La pregunta que deja flotando no es si existen depredadores –los tenemos delante cada día–, sino si seremos capaces de construir alternativas viables antes de que las ventanas de oportunidad se cierren del todo.

La respuesta, evidentemente, no está en el libro. Está en lo que decidamos hacer con la incomodidad que genera leerlo. Y en si aceptamos que el poder sin límites no es una fatalidad histórica, sino una decisión política… también nuestra, por acción o por omisión.