Hay libros que lees para aprender algo nuevo… y otros que lees para comprobar si estás tan loco como sospechas. Los engranajes de Occidente, de Fabián C. Barrio, está claramente en la segunda categoría.

No es un ensayo académico clásico ni un panfleto político de eslóganes reciclados. Se parece más a lo que pasa cuando alguien con bastante cultura, mala leche bien orientada y una mezcla de cariño y preocupación por Occidente se sienta a escribir después de años viendo cómo la maquinaria se va gripando. Lo lees y piensas: “vale, no era solo una paranoia mía; hay algo estructural que se está desmontando”.

La idea central se entiende rápido: Occidente no se está hundiendo por culpa de China, Rusia, la inmigración o la IA malvada. Se está deshilachando desde dentro, porque hemos ido desmontando —a veces con entusiasmo militante— los mecanismos psicológicos, culturales y morales que lo hacían funcionar. Esos son los “engranajes” del título.

En pocas décadas hemos pasado de valorar el sacrificio, la responsabilidad y la capacidad de aguantar el tirón… a obsesionarnos con la comodidad emocional, la autoestima irrompible y el derecho a no sentirnos nunca molestos. El resultado no es un colapso espectacular, sino algo más sutil y peligroso: una máquina que funciona cada vez peor, mientras la reacción estándar consiste en culpar al “sistema” y seguir igual.

De alzar catedrales a cancelar panaderos

Una de las imágenes más afiladas del libro es ese paso “de alzar catedrales a cancelar panaderos”. No es una invitación a volver a la Edad Media ni a idealizar un pasado durísimo para la mayoría. Es una manera de señalar cómo ha cambiado el foco de nuestro esfuerzo.

Durante siglos, mucha energía individual se dirigía a proyectos que te trascendían: una catedral que no verías terminada, una empresa que tardaría décadas en consolidarse, una institución que seguiría viva cuando tú ya no estuvieras. Con todos sus dogmas e injusticias, existía la idea de que valía la pena trabajar por algo más grande que uno mismo.

Hoy, una parte nada despreciable de esa energía se quema en guerras culturales en redes, linchamientos exprés, polémicas de 48 horas y maratones de indignación moral. El objetivo deja de ser construir algo para convertirse en aparecer en escena: estar en el lado correcto, con el gesto correcto, delante del público correcto. Mucho ruido, mucha pose, poca transformación.

No se trata de negar los avances de las últimas décadas en derechos, igualdad o libertades. Se trata de constatar que algunos engranajes compartidos se han ido aflojando: la aceptación de que la vida implica frustración y esfuerzo; la responsabilidad individual como pieza central; un horizonte de trascendencia —religiosa, política, cultural— que daba contexto al sacrificio; y unas instituciones con una mínima autoridad reconocida, aunque fueran criticadas.

En su lugar hemos levantado una cultura donde el criterio principal ya no es si algo es verdadero, justo o necesario, sino cómo me hace sentir. Si me incomoda, es violencia. Si me confronta, es “tóxico”. Si me obliga a revisar mis ideas, me agrede. Desde ahí, cualquier proyecto colectivo —empresa, comunidad educativa, organización, país— corre el riesgo de degenerar en un buzón permanente de reclamaciones emocionales.

Del humanismo al algoritmo

Otro de los ejes potentes del libro es el giro de la mediación humana a la mediación algorítmica.

Durante mucho tiempo, lo que veías del mundo te llegaba filtrado por personas: profesores, periodistas, curas, partidos políticos, sindicatos, asociaciones, amigos, familiares, el bar de la esquina. Con sus sesgos, claro, y muchas veces con manipulación, pero existía fricción: puntos de vista distintos, ritmos diferentes, espacios donde discutir.

Hoy, una parte creciente de esa mediación la hace un feed que casi nadie entiende y que está optimizado para algo muy simple: captar y retener tu atención. No está diseñado para ayudarte a pensar, sino para que no te vayas.

Las consecuencias están a la vista. Lo que se premia es lo más emocional, lo más polarizante, no lo más razonado. Las tribus se refuerzan porque ves sobre todo a los tuyos y a los “otros” como caricatura útil. Todo lo que exige contexto, memoria y matiz juega en desventaja: el ensayo largo, la conversación lenta, la duda razonada.

El algoritmo no nos vuelve idiotas de golpe, pero juega con nuestras debilidades: sabe qué nos enfada, qué nos indigna, qué nos da ese pequeño chute de superioridad moral. Si una parte demasiado grande de tu identidad y tus opiniones se negocia ahí dentro, pensar con calma deja de ser la opción por defecto; es casi un acto de resistencia.

Desde la experiencia en educación se nota clarísimo: cuesta sostener la atención en un texto largo o en una idea que no cabe en tres frases. No porque la gente sea más tonta, sino porque el sistema atencional está entrenado con otra lógica: la de la recompensa inmediata, el scroll infinito y la emoción rápida.

Dos bandos, una misma coreografía

Barrio se mete de lleno en las guerras culturales, pero sin pedir camiseta de ningún equipo. Lo interesante es que no presenta la cosa como “buenos contra malos”, sino como una especie de simetría incómoda: movimientos que se perciben como enemigos íntimos funcionan, en realidad, con la misma coreografía emocional.

Ciertas derivas identitarias de izquierdas y los renacimientos nacionalistas o reaccionarios comparten más cosas de las que les gustaría admitir: un victimismo convertido en identidad estable, una obsesión por la pureza moral del propio grupo, una visión del mundo en blanco y negro y una sospecha profunda hacia el matiz. La complejidad huele a traición; la duda, a cobardía.

La izquierda identitaria necesita una derecha estridente para justificar su estado de alarma permanente, y esa derecha necesita una izquierda atolondrada para reforzar su papel de reacción. Se necesitan y se usan. Las plataformas digitales ponen el escenario, amplifican el drama y cobran entrada.

Mientras tanto, lo que se erosiona son precisamente los engranajes que habían permitido a Occidente gestionar el conflicto sin autodestruirse: el Estado de derecho, la separación de poderes, la libertad de expresión tomada en serio, la cultura del desacuerdo civilizado. No hace falta que desaparezcan en los textos legales; basta con que se vuelvan decorado, ruido de fondo.

Un declive lento y poco épico

Otro acierto del libro es la forma de describir el declive. No como un apocalipsis repentino, sino como una implosión lenta. No hay meteorito, ni invasión alienígena, ni botón rojo. Hay desgaste.

No hace falta una gran conspiración cuando convertimos cualquier desacuerdo en una ofensa personal, cuando externalizamos todas las culpas —“los políticos”, “los medios”, “las big tech”—, cuando tratamos los derechos como productos a la carta desligados de cualquier deber, cuando usamos el lenguaje terapéutico para evitar decisiones duras en lugar de afrontarlas.

La maquinaria se desgasta por rozamiento cotidiano. Y ahí nadie está del todo fuera. La empresa que infantiliza a sus empleados mientras evita cualquier conversación adulta forma parte del problema. El sistema educativo que protege tanto al alumno del conflicto que lo deja sin defensas ante la realidad, también. El ciudadano que convierte cada matiz en una traición, más de lo mismo.

La salida no es una nueva app, ni el gran plan estratégico en PDF, ni la ley milagrosa. Pasa por revisar cosas tan poco vistosas como el carácter, el temple, la disciplina, la responsabilidad. Precisamente las palabras que parecen antiguas… hasta que la realidad aprieta.

Y en medio, la IA

En este contexto entra la IA. No llega a un terreno neutro, sino a un ecosistema donde los engranajes internos ya venían tocados.

Mientras debatimos si los modelos van a destruir empleos, a escribir novelas mediocres o a salvar la productividad, quizá la pregunta importante sea otra: ¿en qué tipo de cultura estamos desplegando esta tecnología y qué tipo de personas la están usando?

Si ya teníamos tendencia a delegarlo todo, la IA es el atajo perfecto. Si nos cuesta mantener criterio, lo dejaremos en manos de sistemas opacos. Si buscamos confirmación, la tendremos a medida, servida en bandeja. Si evitamos el esfuerzo cognitivo, tendremos asistentes encantados de rebajar cualquier fricción.

La misma tecnología que puede ayudarnos a aprender mejor, a tomar decisiones más informadas y a elevar el nivel de la conversación pública, puede convertirse en la muleta definitiva para una infantilización bien empaquetada si la usamos solo para reducir incomodidades.

La cuestión, por tanto, no es solo qué hace la IA, sino qué estamos dispuestos a hacer nosotros con ella: si la tratamos como un amplificador de criterio o como un sustituto de la responsabilidad.

Recuperar dureza sin nostalgia rancia

El libro no termina con un decálogo de soluciones ni con un manifiesto salvador. Y casi mejor. Lo que sí deja claro es que sin ciertos rasgos de carácter no hay edificio institucional, tecnológico o económico que aguante.

Hablamos de algo tan elemental como aceptar que la frustración forma parte de la vida adulta, volver a unir derechos y deberes sin rodeos, asumir que el desacuerdo no es violencia sino pluralidad, entender que el reconocimiento no se exige como un paquete de Amazon, sino que se gana aportando algo de valor.

No se trata de volver a un pasado idealizado que nunca existió, ni de deshacer conquistas sociales importantes. Se trata de evitar que esas conquistas se conviertan en coartada para una cultura donde lo único sagrado es nuestro confort emocional inmediato.

Sin un mínimo de dureza —de temple, no de brutalidad— cualquier fricción se vive como una injusticia intolerable. Y el siglo XXI viene cargado de fricciones: crisis climática, tensiones geopolíticas, reconfiguración económica, envejecimiento demográfico, transformaciones tecnológicas encadenadas. No parece la mejor época para una sociedad con la piel extremadamente fina.

Pensar en voz alta, sin tribu asignada

Quizá lo que más se agradece del libro es la recuperación de algo que escasea: la sensación de que aún se puede pensar en voz alta sin pedir permiso a ninguna tribu.

No vamos sobrados de espacios donde se pueda criticar los excesos de la cultura woke sin caer en el cuñadismo, señalar las derivas reaccionarias sin montar un teatro antifascista de cartón piedra, hablar de psicología colectiva sin convertirlo todo en autoayuda de frase corta.

Los engranajes de Occidente funciona como un espejo incómodo. No te coloca en la butaca del espectador lúcido que observa a “los demás” hundirse en la decadencia. Te recuerda que tú también formas parte de la maquinaria, que también alimentas el algoritmo, que también te dejas llevar por inercias que luego criticas.

Como emprendedor, profesor y alguien que lleva años escribiendo sobre tecnología y aprendizaje, termino el libro con una sensación bastante clara: si no cuidamos el tipo de personas —y de carácter— que estamos formando en casa, en la escuela y en las organizaciones, da igual qué IA tengamos, qué regulaciones aprobemos o qué estrategias proclamemos. No habrá engranajes que lo sostengan.

Lo demás, como diría Barrio, son efectos especiales.