
Es fácil dejarse llevar por la inercia y pensar que nuestro mundo siempre ha sido así: convulso, ruidoso, plagado de titulares alarmantes y desafíos superpuestos que nunca dan tregua. Pero si algo deja claro Robert D. Kaplan en Tierra baldía es que esa sensación de vivir en crisis permanente —en vez de ser la excepción— quizá ya sea la nueva normalidad. Y si es así, ¿cómo sobrevivir sin perder la brújula colectiva?
El nuevo paisaje global: ni orden ni relato
Kaplan lleva décadas cruzando fronteras y zonas de conflicto. Sus libros, ensayos y reportajes suelen invitar al análisis pausado y a mirar más allá de la espuma de la actualidad. En Tierra baldía, su diagnóstico es rotundo: ya no vivimos la resaca de una gran crisis, sino en su epicentro constante. La Guerra Fría pasó, las promesas de la globalización naufragan, y ni los viejos imperios ni las democracias occidentales logran ofrecer relatos sólidos, fiables y compartidos.
Esa es la primera gran alerta del libro: cuando no hay quien ponga coto al caos, cada país, cada individuo, actúa por su cuenta. Así, mientras Estados Unidos lidia con su propio desconcierto, otros actores como China, Rusia o Irán avanzan hacia sus propios objetivos, sin fidelidad a los valores liberales ni miedo a la anarquía.
La polis fragmentada y el narcisismo digital
Tal vez uno de los retratos más inquietantes que pinta Kaplan es el de la sociedad “conectada pero sola”, multiplicando pantallas y estímulos pero debilitada en la construcción de un propósito colectivo. Esta “tierra baldía” no solo es geopolítica; es también emocional y simbólica. Si el siglo XX fue la era de los proyectos compartidos y los sacrificios colectivos, hoy la cultura digital tiende hacia el narcisismo y la división. ¿Por qué? Porque la hiperconexión produce más exposición, pero no necesariamente más comunidad.
Kaplan se apoya en T. S. Eliot, Sartre, Camus y otros referentes europeos para advertir el peligro: cuando los relatos desaparecen, los vínculos se resquebrajan y la política se reduce al choque de identidades o al zapping emocional. Las redes sociales y los medios digitales premian la inmediatez, la radicalidad y la reacción visceral, erosionando poco a poco la capacidad de escucha, la empatía y el debate racional.
Más allá de la libertad: la importancia del orden
Pero el análisis de Kaplan va mucho más allá del diagnóstico tecnológico. Uno de los puntos que más debates ha provocado del libro es su énfasis en la fragilidad del orden político, esa condición que solemos dar por sentada pero que, de perderse, arrastra consigo la democracia. “Sin orden, no puede haber libertad duradera”, escribe, citando experiencias históricas tan distintas como la Europa de entreguerras, la Rusia postsoviética o los periodos de transición en Asia.
Resulta provocador, sí. Pero el argumento es afilado: muchas democracias han caído en la complacencia, pensando que la simple persistencia del sistema bastará. Sin embargo, la polarización, el desprestigio de las élites y la radicalización —nutridas hoy desde medios sociales y discursos populistas— pueden desembocar en algo peor: la erosión paulatina del proyecto democrático por dentro.
¿Y qué pasa con Occidente?
En el foco de Kaplan está una Europa menguante, dividida y, al menos por ahora, incapaz de defender sus logros frente a presiones externas e internas. Mientras tanto, las potencias autoritarias no solo no copian el modelo occidental, sino que perfeccionan otros: vigilancia estatal, usos sesgados de la inteligencia artificial, priorización de la estabilidad frente al pluralismo. Parece irónico, pero la historia sugiere que cuando Occidente baja la guardia, lo que se expanden no son los derechos ni las libertades, sino los modelos alternativos.
En este tablero mundial, la rivalidad entre formas de gobierno es cada vez más explícita, y el riesgo —advierte Kaplan— es que acaben primando los sistemas capaces de garantizar cierto orden, incluso a costa de derechos cívicos y participación. Él no propone abrazar el autoritarismo, pero sí señala (sin tapujos) que, si no se cuida el equilibrio y la fortaleza institucional, cualquier democracia puede acabar devorada por el caos o el despotismo.
¿Hacia una república de Weimar global?
Kaplan recurre con frecuencia a la imagen de la república de Weimar: una sociedad avanzada, plural y creativa… pero desgastada, fragmentada, vulnerable a la demagogia y el vértigo del corto plazo. Un warning incómodo, porque sugiere que la modernidad y sus virtudes pueden verse comprometidas si se pierde el pegamento social, el respeto por algunos límites y el sentido del sacrificio compartido.
El libro describe posibles futuros no ya de colapso, sino de lenta degradación: ciudades-Estado hipertecnológicas separadas por enormes brechas de desigualdad; polarización convertida en rutina; la inteligencia artificial amplificando sus beneficios para unos pocos y sus daños para la mayoría; narrativa pública vacía de significado, sustituida por la inmediatez y el espectáculo.
Lecciones para hoy: reconstruir confianza y proyecto común
No todo en Tierra baldía es diagnóstico sombrío. El estilo de Kaplan es duro —y a veces incómodo— pero no resignado: se trata de un libro-espejo, hecho para interpelar y activar. ¿Qué hacer frente a este panorama? Primero, dejar de confundir el ruido con el sentido y el vínculo digital con la comunidad real. Segundo, cuidar de las instituciones, sí, pero también del lenguaje y de los mitos colectivos. Recordar, aunque suene anticuado, que las sociedades necesitan relatos que las mantengan unidas.
Kaplan no plantea recetas fáciles. Pero sugiere que buena parte de la solución pasa por el regreso a la conversación cívica, la revalorización del esfuerzo común y la conciencia de cuán reversible puede ser cualquier logro civilizatorio.
¿Y si el fin del orden no fuera inevitable?
Lo valioso de Tierra baldía es que no invita a la resignación sino a la vigilancia responsable. Es un recordatorio de que los climas culturales —igual que los políticos o los económicos— requieren mantenimiento constante. La inercia puede ser cómoda, pero también peligrosa si no la cuestionamos. Y aunque la historia no da segundas oportunidades, sí premia a los que no se acomodan en los laureles de una época.
Como lector, uno termina el libro no tanto con miedo, sino con una sensación renovada de urgencia y de responsabilidad. Kaplan no moraliza; propone que todos los actores —gobiernos, empresarios, ciudadanos, creadores— asuman su parte y defiendan ese bien escaso que es el orden entendido como marco de libertad, creatividad y proyecto compartido.
Un consejo final: leer, conversar, actuar
Si llegaste hasta aquí, quizá te estés preguntando para qué sirve detenerse en este tipo de libros. La respuesta, creo, va más allá de cualquier resumen: textos como Tierra baldía funcionan como brújula cuando se pierde el norte, explican el relieve profundo bajo la superficie de los titulares y despiertan las ganas de implicarse en el presente.
No se trata de nostalgia ni de pesimismo principista, sino de una invitación a no dar nada por hecho; a cuidar, revisar y reinventar el espacio social y político en el que habitamos. En tiempos de crisis permanente, la voz incómoda y analítica de Kaplan ayuda a empezar una conversación honesta —y cada vez más urgente— sobre quiénes somos y a dónde queremos ir.
