En un mundo donde la manipulación informativa y la propaganda han alcanzado niveles de sofisticación inéditos, resulta crucial revisitar aquellos episodios históricos que nos revelan los mecanismos mediante los cuales el poder político puede seducir y manipular a las mentes más brillantes de una época. «El fin de la inocencia: Los intelectuales occidentales y la tentación de Stalin« de Stephen Koch, reeditado por Galaxia Gutenberg en 2024, ofrece precisamente esto: un análisis profundo y documentado de uno de los episodios más perturbadores de la historia intelectual del siglo XX.

La relevancia de esta obra trasciende el mero interés histórico. En tiempos de polarización política, auge de populismos y proliferación de fake news, comprender cómo funcionaron los mecanismos de manipulación estalinista nos proporciona herramientas para identificar estrategias similares en el presente. El libro de Koch, publicado originalmente en 1994 y revisado en 2003, llega a los lectores hispanohablantes en un momento oportuno, cuando el debate sobre la responsabilidad de los intelectuales frente al poder vuelve a estar en el centro de la discusión pública.

La maquinaria de manipulación soviética

En el centro de esta historia encontramos a Willi Münzenberg, un comunista alemán y miembro fundador del Komintern, arquitecto principal de una de las operaciones de propaganda más sofisticadas y exitosas de la historia. Desde principios de los años treinta, los dirigentes soviéticos le confiaron la tarea de organizar una campaña de manipulación que se extendió por las principales capitales culturales de Occidente: Londres, París, Berlín y Hollywood.

Münzenberg, descrito por Koch como «el santo patrono de los simpatizantes» y un genio de la propaganda, desarrolló un método que constaba de dos movimientos estratégicos fundamentales:

  1. «Capturar la opinión liberal en beneficio del comunismo»
  2. «Negar que hubiera existido manipulación alguna»

La genialidad de su estrategia residía en que nunca pedía apoyo directo a Stalin o al comunismo. En su lugar, fomentaba que los intelectuales se presentaran como «idealistas independientes» preocupados por causas nobles y universales: la lucha contra el racismo, la opresión de los trabajadores y, especialmente, el fascismo.

Esta red de influencia operaba con una sofisticación asombrosa. Como señala Koch en pasajes casi novelescos: «Condesas simpatizantes eran despachadas allí [Alemania] con documentos cosidos en sus vestidos. Reposaban en clínicas dirigidas por médicos que también estaban en la clandestinidad, relacionados a su vez con mujeres de ajados abrigos, que eran los contactos con soeces pandilleros de las calles berlinesas, quienes a su vez pasaban el sobre a algún tipo impávido que se paseaba con su violín».

El «club de los inocentes»

Koch utiliza el término «inocentes» con una ambivalencia deliberada. Por un lado, estos intelectuales eran inocentes en tanto que ingenuos y crédulos; por otro, eran inocentes porque estaban motivados por causas que consideraban justas. Esta doble dimensión de la inocencia resulta crucial para entender cómo funcionó la manipulación.

Entre estos «inocentes útiles» se encontraban figuras de la talla de Ernest Hemingway, André Gide, Dorothy Parker, Bertolt Brecht, John Dos Passos, André Malraux y Louis Aragon. Intelectuales de primera línea que, en muchos casos, no eran conscientes de estar siendo utilizados por la maquinaria estalinista.

La manipulación llegaba a extremos sorprendentes. Como señala Koch, «a los verdaderamente importantes se les asignaban amigos íntimos, amantes e incluso cónyuges». Un caso paradigmático fue el de la princesa Maria Pavlova Koudachova, entrenada y asignada a la vida de Romain Rolland para influir en su pensamiento y sus escritos.

El término «inocentes» -que, más crudamente, puede equivaler a «tontos útiles»- tiene esa doble vertiente de ingenuidad y credulidad, por un lado, y bondad, en tanto que motivación hacia el bien, por otro. El problema estaba en que, «en manos suficientemente preparadas, su fe podía ser fácilmente utilizada en aras de realidades profundamente siniestras».

La instrumentalización del antifascismo

Uno de los aspectos más relevantes de esta historia es cómo el régimen estalinista se apropió del discurso antifascista. Koch es claro al respecto: el sentimiento antifascista era genuino y crecía naturalmente en Occidente como respuesta al auge de los regímenes totalitarios de derecha. Sin embargo, Münzenberg «se apoderó de la instancia suprema de la propaganda» y «definió el nuevo discurso» para ponerlo al servicio de Stalin.

«La ola internacional de sentimiento político que ahora llamamos antifascismo ni fue y ni pudo ser creada por Willi Münzenberg», escribe Koch. «La alarma ante el terror nazi crecía de forma natural en Occidente, de forma inevitable y enteramente por su cuenta. Pero en 1933, el antifascismo aún no era mucho más que un sentimiento incoherente de disgusto y ansiedad que todavía no era pánico. No estaba asentado; no había un liderazgo… El antifascismo natural creciente de Occidente necesitaba una dirección. Willi lo intuyó y tomó las riendas del asunto… Se apoderó de la instancia suprema de la propaganda. Definió el nuevo discurso… utilizó la vieja fórmula de la infiltración y la negación para poner esa pasión al servicio de Stalin».

Esta estrategia resultó doblemente efectiva. Por un lado, permitió reclutar a intelectuales sinceramente preocupados por el avance del fascismo. Por otro, sirvió para ocultar tanto el entendimiento secreto entre Hitler y Stalin (materializado en el pacto Molotov-Ribbentrop de 1939) como el terror desatado por el régimen soviético contra su propia población.

Los mecanismos psicológicos de la seducción

¿Cómo fue posible que mentes tan brillantes cayeran en esta trampa? Koch identifica varios mecanismos psicológicos que facilitaron la manipulación:

  1. Apelación a ideales nobles: La estrategia no consistía en pedir apoyo directo a Stalin, sino en presentar causas justas como pantallas para intereses soviéticos.
  2. Explotación de la vanidad intelectual: Los intelectuales eran manipulados apelando a su vanidad, haciéndoles creer que su estalinismo formaba parte de su integridad, inteligencia e independencia.
  3. La política como reino moral: Se fomentó la ilusión de que «el principal escenario de la vida moral, el verdadero reino del bien y del mal era la política», desplazando así otros ámbitos de reflexión ética.
  4. Autoengaño: Muchos intelectuales justificaron teóricamente las atrocidades de Stalin mediante un proceso de autoengaño, lo que Koch denomina «autocorrupción moral».

El retrato que hace Koch de estos intelectuales es revelador: se los manipulaba apelando a su vanidad, su venalidad, su confianza traicionada, haciéndoles creer en lo que hacían, es decir, que su estalinismo formaba parte de su integridad, su inteligencia y su independencia. Y se los gratificaba -especialmente a los que fueron promesas frustradas- permitiéndoles estar en el reino del poder.

La Guerra Civil española como laboratorio

La Guerra Civil española (1936-1939) se convirtió en un escenario privilegiado donde esta maquinaria de manipulación operó con especial intensidad. El conflicto español, presentado como la «última defensa» contra el fascismo, movilizó a intelectuales de todo el mundo que veían en la República española un bastión de los valores democráticos frente al avance del fascismo.

Sin embargo, la influencia soviética en el bando republicano fue utilizada por la maquinaria de Münzenberg para promover los intereses de Stalin, más que para defender genuinamente la democracia española. Este episodio ilustra perfectamente cómo causas aparentemente justas fueron instrumentalizadas con fines geopolíticos.

Las consecuencias históricas

La manipulación de los intelectuales occidentales por parte del estalinismo tuvo profundas consecuencias históricas y filosóficas:

  1. Transformación del ideal intelectual: El siglo XX vio cómo el ideal romántico del artista como ser soberano dio paso a un nuevo concepto del «intelectual» como miembro de una «clase» instruida y políticamente guiada. Como señala Koch: «En un grado muy notable, las élites de las democracias de este siglo eligieron definir su gusto y su lenguaje por medio del lenguaje de la revolución… Y fue a través de esta atracción hacia la mitología de la revolución como el Frente Popular pudo vincular el espionaje con la cultura».
  2. Longevidad del sistema: Esta maquinaria de manipulación funcionó con extraordinaria eficacia hasta la década de los sesenta, dejando un legado duradero en la historia intelectual.
  3. La mentira como sistema: Los procesos estalinistas no solo tuvieron importantes repercusiones jurídicas, sino que constituyeron «la apoteosis de la mentira», estableciendo un precedente peligroso en la cultura política occidental.

Además, el libro no solo trata de propaganda y manipulación, sino también de los horrores concretos del estalinismo: el trabajo esclavo, las purgas, las confesiones manipuladas en los juicios. Y el final trágico de muchos protagonistas, engullidos por la maquinaria represiva de Stalin, incluido posiblemente el propio Münzenberg, quien según Koch murió suicidado para evitar caer en las garras de Stalin, si es que no fue directamente asesinado por orden suya.

Lecciones para el presente

La historia narrada por Koch no es simplemente un episodio del pasado. Sus reverberaciones llegan hasta nuestros días y ofrecen valiosas lecciones:

  1. La vulnerabilidad del pensamiento crítico: Incluso las mentes más brillantes pueden ser manipuladas cuando se apela a sus ideales y vanidades.
  2. El peligro de la instrumentalización de causas nobles: Las causas justas pueden ser utilizadas como pantallas para intereses menos nobles.
  3. La necesidad de vigilancia epistemológica: El intelectual debe mantener una actitud de sospecha hacia las narrativas dominantes, especialmente cuando estas coinciden con sus propias inclinaciones ideológicas.
  4. La distinción entre ideales y métodos: La defensa de ideales nobles no justifica el uso de métodos inmorales o la complicidad con regímenes represivos.

Como señala Paul Johnson, citado por Koch: «El intento de los intelectuales occidentales de defender al estalinismo los comprometió en un proceso de autocorrupción, que les transfirió… parte de la descomposición moral inherente al propio totalitarismo».

Reflexión final: la inocencia perdida

El título del libro de Koch, «El fin de la inocencia», apunta a una pérdida irreparable: la de la confianza ingenua en que los ideales políticos pueden realizarse sin contaminarse con el poder y sus abusos. Esta pérdida de inocencia no implica necesariamente cinismo o desesperanza, sino una comprensión más madura y compleja de la relación entre ideales y realidad política.

Como señala Koch, los intelectuales que colaboraron con Münzenberg «apoyaban una causa que creían justa; por eso eran inocentes en el buen sentido de la palabra». Pero fueron útiles al Gran Terror desatado por Stalin; «por eso fueron inocentes en tanto que incautos».

Esta doble dimensión de la inocencia recuerda que las buenas intenciones no son suficientes en el ámbito político. Se requiere también lucidez, vigilancia crítica y un compromiso inquebrantable con la verdad, incluso cuando esta resulta incómoda para las propias posiciones ideológicas.

En palabras del propio Koch en el prólogo a la edición revisada: «Cuando el maestro de las opiniones, Willi Münzenberg, recorría el camino hacia el sur por el valle de Isère en 1940, tratando de escapar de una Francia ocupada, ¿hasta qué punto lo guiaba una opinión, cualquier opinión? En 1952, cuando Otto Katz se aferraba a la baranda del banquillo de los acusados ante un tribunal en Praga, tratando de dar forma a su súplica de la pena de muerte con la dentadura destrozada, ¿le sirvió alguna opinión en toda aquella mezquindad? Cuando Maxim Gorki yacía en el lecho de muerte en su palacio de Crimea, atendido con cinismo por la encantadora mentirosa que aseguraba amarlo, ¿lo reconfortó el rumor de una opinión?»

La historia narrada por Koch, con su estilo narrativo y novelesco respaldado por una amplia documentación, ofrece una visión detallada de cómo el estalinismo logró seducir a muchos de los intelectuales más brillantes de Occidente. Una seducción que operaba apelando tanto a sus ideales como a su vanidad, convirtiéndolos en instrumentos involuntarios de uno de los regímenes más represivos de la historia.

En un mundo donde la manipulación informativa y la propaganda han alcanzado niveles de sofisticación inéditos, las lecciones de «El fin de la inocencia» resultan más pertinentes que nunca. Nos recuerdan que el pensamiento crítico no es solo un método intelectual, sino también una actitud ética: la de no renunciar jamás a la búsqueda de la verdad, por incómoda o inconveniente que esta pueda resultar.

Como concluye Koch: «Si El fin de la inocencia te parece un enfrentamiento más en las guerras culturales, si no te deja con nada más que con algunas nuevas opiniones –o con la confirmación de opiniones viejas–, entonces habré fracasado. Mi intención es dejarte con algo muy diferente a una opinión. Mi deseo es dejarte con un escalofrío de compasión y de terror.»