A cierta edad pasa algo curioso: las conversaciones empiezan a llenarse de analíticas, rodillas que se quejan, colesterol “un poco alto”, pastillas nuevas, relojes que te avisan de que has dormido mal o de que hoy te has movido menos que ayer. La salud deja de ser un concepto abstracto y se convierte en una especie de panel de control lleno de números, gráficas y avisos.

En paralelo, aparece otro relato muy distinto: tecnologías que prometen no solo tratar enfermedades, sino retrasar —o incluso revertir parcialmente— el envejecimiento. Diagnósticos ultra tempranos, medicina personalizada, terapias celulares, inteligencia artificial capaz de detectar problemas años antes de que tú notes nada.

Entre esos dos mundos estamos nosotros, intentando separar la ciencia del humo y decidir qué hacemos con todo esto. El libro de Peter Diamandis, La bilia de la longevidad: Cómo ralentizar, detener y revertir el envejecimiento, y… ¡no morir de una tontería!, se sitúa exactamente ahí. Más que un catálogo de suplementos o un manual de trucos, plantea una idea incómoda: la longevidad deja de ser “lo que toque” y pasa a ser algo que hay que gestionar.

Y, nos guste o no, eso nos interpela directamente.

De “años vividos” a “años vivibles”

Durante décadas hemos mirado sobre todo la cifra final: esperanza de vida media, edad de jubilación, récords de longevidad. Dábamos por hecho que el guion era más o menos inamovible: envejeces, enfermas, te vas apagando, fin de la historia.

Diamandis cambia el foco. No habla tanto de cuántos años vives, sino de cuántos años vives bien. Años en los que sigues siendo autónomo, puedes tomar decisiones, conservas claridad mental y tu cuerpo responde razonablemente a lo que le pides.

Ahí entra en juego algo que ya intuíamos, pero que ahora se vuelve más evidente: la medicina tradicional ha jugado sobre todo en el tiempo de descuento. Actúa cuando el problema ya está encima de la mesa. Lo que viene ahora —diagnósticos avanzados, IA aplicada a la imagen médica, paneles de biomarcadores, seguimiento continuo— permite otra cosa: ver los problemas cuando todavía no parecen problemas.

Un tumor que no da síntomas, una inflamación crónica que te empuja hacia la diabetes, una placa arterial que empieza a crecer en silencio. Si eres capaz de ver eso antes, el juego cambia. No es ciencia ficción; es una cuestión de cuándo miras y con qué herramientas.

La pregunta, entonces, ya no es “¿cuánto viviré?”, sino algo más incómodo:
“¿Cuántos años de vida útil quiero tener… y qué estoy dispuesto a ajustar para aumentarlos?”

No le eches toda la culpa a los genes

Otro mensaje del libro que descoloca bastante es el peso que concede al estilo de vida. Más allá de la cifra exacta, la idea es clara: una parte muy significativa de tu longevidad no viene “programada” en el ADN, sino en lo que haces cada día.

Dicho en crudo: los genes marcan el terreno de juego, pero no deciden todas las jugadas. El “en mi familia siempre ha habido…” explica una parte de la película, pero no la temporada completa.

Eso obliga a mirar con otros ojos temas que suenan poco heroicos pero lo condicionan casi todo:

  • Lo que comes, y no solo en términos de calorías, sino de calidad y frecuencia.
  • El movimiento real que haces, más allá de los 10.000 pasos del reloj.
  • Cómo duermes, de verdad, durante semanas.
  • El nivel de estrés que has normalizado como “lo habitual”.
  • El tipo de relaciones que mantienes y el entorno en el que vives.

No necesitas una revolución tecnológica para empezar aquí. Necesitas cambiar la narrativa interna: dejar de tratar todo esto como “cosas que ya miraré algún día” y empezar a verlo como decisiones estratégicas. No para la semana que viene, sino para las próximas dos o tres décadas.

“No morir por una tontería”

El subtítulo del libro tiene mala leche, pero es muy gráfico: “no morir por una tontería”. No hace falta mucha imaginación para entender de qué habla.

No se refiere a casos rarísimos ni a enfermedades exóticas, sino a situaciones bastante corrientes: problemas cardiovasculares que se habrían podido intuir con un buen screening, cánceres detectados demasiado tarde, chequeos que se posponen años, estilos de vida que van acumulando pequeños riesgos hasta que un día la factura llega.

Si aceptamos que estamos entrando en una época donde habrá mejores herramientas para vivir más y mejor, la consecuencia es obvia: tiene sentido intentar no caerse del tablero por el camino. Es casi un problema logístico. Si quieres tener la opción de beneficiarte de una parte de esta revolución, primero tienes que llegar vivo y en un estado razonable.

No se trata de vivir obsesionado ni de convertir cada síntoma en un drama. Se trata de instalar un mínimo sistema de prevención sensata: decidir qué revisiones te harás, con qué frecuencia, qué señales no vas a ignorar y qué hábitos no estás dispuesto a seguir normalizando.

La ola tecnológica que se acerca

Todo esto se vuelve más extremo cuando añades la parte tecnológica que Diamandis describe con entusiasmo (a veces, quizá demasiado). La combinación que dibuja tiene varios componentes:

Por un lado, diagnóstico avanzado e IA. Algoritmos capaces de leer imágenes médicas, analíticas y grandes volúmenes de datos mejor que un ojo humano cansado en una consulta saturada. No para sustituir al médico, sino para darle más capacidad de ver patrones débiles.

Por otro, medicina de precisión. Tratamientos ajustados a tu perfil genético, tu historial clínico, tu estilo de vida, tu microbiota… No es el clásico “esta pastilla para todos los pacientes de esta edad”, sino algo más fino.

En paralelo, el mundo de las terapias celulares y génicas: células madre, CRISPR, enfoques que atacan directamente mecanismos del envejecimiento, senolíticos… Aquí el riesgo de hype es enorme, pero también lo es el volumen de investigación real que se está haciendo.

Y, de fondo, la monitorización continua: relojes, sensores, dispositivos domésticos, todo generando datos sobre tu cuerpo en tiempo real. Tu salud deja de ser una foto borrosa una vez al año y pasa a ser un vídeo continuo.

¿Está eso al alcance de cualquiera hoy? No. ¿Se exagera? Mucho. ¿Hay intereses comerciales clarísimos? También. Pero incluso descontando el ruido, el tablero se está moviendo. La cuestión no es si nos parece bien o mal, sino cómo vamos a posicionarnos: como espectadores, como consumidores acríticos… o como gestores informados.

De paciente pasivo a “CEO de tu salud”

Aquí el libro se vuelve casi un manual de gestión personal. La sanidad, tal y como está organizada, no da abasto para acompañar bien a cada persona en un plan de longevidad de 30 o 40 años. No está pensada para eso. Funciona razonablemente bien en la urgencia, bastante peor en la prevención profunda.

La frase que sobrevuela el texto es bastante simple: nadie va a cuidar tu salud mejor que tú mismo. No porque los demás no quieran, sino porque no pueden llegar hasta ahí.

Asumir ese rol significa varias cosas:

  • Diseñar un plan básico de revisiones en vez de improvisar.
  • Saber, aunque sea de forma aproximada, cuáles son tus riesgos más probables y qué margen de maniobra tienes.
  • Reservar una parte de tu tiempo, dinero y energía para este proyecto, igual que lo haces con tus finanzas o tu carrera.

No todo el mundo podrá pagar un escáner puntero o acceder a las mismas clínicas. Pero casi todos podemos tomar decisiones mejores respecto a fumar, al sedentarismo, al peso, al sueño, al alcohol, al modo en que trabajamos y descansamos. No es glamuroso, pero probablemente es lo que más impacto tiene.

La base, al final, no te la construye ninguna tecnología. La construyes tú.

Evitar los dos extremos

Con temas como la longevidad, es fácil refugiarse en uno de estos dos extremos poco útiles:

El primero es el cinismo cómodo: “esto son cosas de millonarios de Silicon Valley; yo sigo igual”. El segundo es el fanatismo biohacker: “si no tomo 40 suplementos, sigo diez protocolos y me hago tres pruebas exóticas al año, me estoy quedando atrás”.

Ambos enfoques, en el fondo, son maneras de no pensar demasiado: uno se ríe y pasa página; el otro se pierde en la obsesión.

El punto interesante está en medio. Cuidar los básicos con cierta disciplina, añadir encima algunas herramientas tecnológicas que tengan sentido en tu contexto, seguir aprendiendo y, sobre todo, no delegar completamente en la inercia.

Para la mayoría, eso no será dormir en una cámara hiperbárica ni perseguir cada moda de TikTok relacionada con “age reversal”. Será algo más sencillo y, a la vez, más difícil: cambiar rutinas. Decir que no a ciertas comodidades inmediatas. Hacerte revisiones con la frecuencia adecuada. Escuchar más a tu cuerpo y menos a la pereza.

¿Y ahora qué?

Más allá de Diamandis, el libro y el marketing, la pregunta queda encima de la mesa.

No hace falta comprar el paquete completo ni convertir la longevidad en tu nueva religión. Pero quizá sí tenga sentido hacerte algunas preguntas incómodas:

  • ¿Tienes mínimamente pensado qué te vas a mirar (y cada cuánto) en los próximos años, o sigues confiando en “si pasa algo ya me daré cuenta”?
  • ¿Sabes qué patrones se repiten en tu familia y qué podrías hacer tú para no reproducirlos igual?
  • ¿Qué parte de tu día a día suma años buenos y cuál te los está restando a cámara lenta?
  • ¿Estás dispuesto a reorganizar algo de tu agenda de ahora para ganar autonomía dentro de 10, 20 o 30 años?

No se trata de perseguir los 120 años ni de obsesionarse con “optimizarse” como si fueras una startup. Se trata de algo mucho más terrenal: no regalar años de calidad por pura inercia.

Longevidad, tecnología y autonomía

En otros contextos he hablado de soberanía tecnológica: no depender del todo de terceros para gestionar tus datos, tu conocimiento, tus sistemas. Construir algo propio no por orgullo, sino por autonomía.

La longevidad, vista desde este prisma, va de lo mismo. No dejar tu futuro físico y mental únicamente en manos de la genética, la suerte y un sistema sanitario saturado.

No es solo cuestión de vivir más tiempo. Es llegar a ese tiempo con margen real para decidir. Es reducir la probabilidad de que un problema evitable te saque de la partida antes de hora. Es hacer el presente un poco más habitable, con la vista puesta en el largo plazo.

Puede que muchas promesas de la biotecnología tarden más de lo que nos cuentan. Incluso puede que algunas no se cumplan nunca tal como están formuladas. Pero hay algo que sí depende de nosotros: cómo llegamos al futuro que nos toque.

Y ahí, más allá del ruido, el mensaje de fondo del La bilia de la longevidad me parece razonable: la longevidad deja de ser un tema lejano, de ciencia ficción, y se convierte en una responsabilidad diaria. Poco épica, bastante concreta.

No es una mala brújula para los años que vienen.