Desde hace tiempo voy leyendo con frecuencia sobre smart cities. Hasta ahora más por curiosidad, desde hace un par de meses ya por razones profesionales. Se trata de un concepto tan amplio como ambiguo, entendiendo como smart city aquella “ciudad que innova en todos los ámbitos de actividad haciendo un uso intensivo de la tecnología conectando personas y dispositivos”.

Reconozco que mi primera aproximación fue más bien con una visión tecnoptimista (la tecnología nos hace mejores), pero a medida que voy entrando en este territorio tan ambiguo, descubro un recorrido ilimitado. Aviso, que nadie busque aquí un the next big thing. Es decir un sector emergente donde atan los perros con longanizas. En absoluto.

¿Por qué? porque el principal actor son las administraciones locales, es decir los ayuntamientos, cuyas arcas están -y estarán- vacías. No tienen un euro. Por tanto, los oportunistas que imaginan las smart cities como un nuevo Eldorado, que se olviden.

Entonces, ¿por qué tanto interés? Justamente por lo anterior. La única forma de evolucionar es a haciendo las ciudades un poco más inteligentes. Tengo dos argumentos extremos. Uno tiene que ver con optimización de costes del municipio, o hacer más con menos. Y el otro con el modelo económico global.

En los próximos años los municipios presionarán a la baja (o incrementarán la exigencia) de todas las contratas de servicios relacionado con la ciudad, ya sean recogida de residuos o mantenimiento del alumbrado. Es decir, “te bajo el presupuesto global del contrato pero te exijo un poco más”. ¿Cómo será posible esta optimización? Incorporando tecnología… e implicando más al ciudadano.

Por el lado del modelo económico. Si lo primero es complejo, esto es un más difícil todavía. El auge de las metrópolis, con su explosión de crecimiento y la nueva competición mundial, hace replantear el rol de las ciudades y su propia estructura. Tal como indica el magnífico informe “‘Las tendencia mundiales y los grandes impactos en las grandes metrópolis” es hora de apostar por conocimiento y el capital humano. Un planteamiento tan bonito como ambiguo pero que tiene dos ejes esenciales. El primero sería:

  • El empoderamiento del ciudadano, entendido como un proceso bottom-up (de abajo arriba), en el que tiene que haber suficiente masa crítica de ciudadanos y participación para que se generen dinámicas de ciudad.

Y un segundo eje, compuesto por una serie de elementos, muchos con gran componente tecnológico, que serán decisivos en el futuro las ciudades. Su combinación y ensamble, configuran un gran puzzle que convierten una ciudad en un territorio de juego en el que con la interacción del ciudadano la hace más “smart”. Algunos de los ingredientes son:

  • Cloud city: la ciudad como facilitadora de un gran catálogo de servicios… en la nube
  • Valores: actitud abierta, crítica y responsable
  • Aproximación transversal y multidimensional: cultura, social y economía
  • Ciudad friendly
  • La ciudad aprende: el conocimiento se genera y se comparte, y la ciudad mejora día a día gracias a ello
  • Resiliencia urbana: el metabolismo urbano genera una enorme capacidad de adaptación a las adversidades, ya sea gracias al intercambio, reciclaje, localización, proximidad, compartir,..
  • Modelos de negocio innovadores, causa y efecto de la concentración de ese capital humano
  • Foco en los jóvenes porque ellos deben ser el motor de cambio y el futuro
  • Y por supuesto, hacer más con menos

Cuando se habla de smart cities en términos de “sensorización” e “Internet of Things” me horrorizo. Porque las “smart cities need smart citizens” sin eso, todo los demás es humo. Como me comentaba ayer un ejecutivo de una gran compañía implicada en proyectos internacionales de smart cities: “los ciudadanos ya somos inteligentes. Ahora solo nos falta que la ciudad lo sea más y que tanto políticos, como gestores municipales, se pongan las pilas”. O sea, que además de tecnología  hace falta mucho más engagement.

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