El otro día me susurraban al oído una bella historia con final incierto. Me pedían consejo. Realmente era difícil ponerse en la piel del protagonista.

Imagínate que eres un emprendedor. Has construido una compañía, de la que eres su mayor accionista. Te ha costado mucho. Te consideras un emprendedor de éxito. Así lo crees y así te lo han dicho decenas de veces. ¡Y cuanto te gusta oírlo!

En verdad hay razones objetivas para pensar que, después de mucho pelear y luchar, has conseguido un posicionamiento diferenciado y una muy buena reputación en el mercado dónde operas.

Tienes una buena base de clientes. Casi excelente, diría yo. Muchos de ellos importantes, por tamaño, actividad y referencia en su segmento de mercado.

Resulta que mi amigo, que en realidad es mejor emprendedor que empresario, decidió hace tiempo profesionalizar la compañía. Incorporó management con la idea de consolidar el proyecto. Él es un tipo inteligente. De la misma forma que sabe -y así se lo han dicho- que ha acertado en muchas cosas, es consciente que lo ha hecho tremendamente mal en otras facetas.

Esos errores hasta ahora no habían sido definitivos. No porque fueran irrelevantes o intrascendentes, sino porque sus efectos se acumulaban poco a poco, formando un poso poco menos que letal.

Él no era consciente o no quería verlo. Se había enfrentado a retos y desafíos enormes, aunque siempre controlables -o mejor dicho- gestionables con su inteligencia, su energía y su equipo.

Jugaba en terreno conocido. El mundo relacionado con la red, aunque muy exigente, era un mundo donde él y su empresa eran (y son) muy respetados. Y es que lo que hacen, lo hacen muy bien.

El problema explotó cuando uno de esos problemas no resuelto -sólo aplazado- empezó a poner en aprietos la compañía. Era un problema financiero. Esos problemas, tarde o temprano, acaban maniatando a cualquier empresa. Así fue.

Cuando intentó solucionarlo, no le dejaban. ¿Por qué? Porque en tiempos de desaceleración económica, las entidades financieras desconfían hasta de su propia sombra.

Sus interesantes argumentos y proezas, sólo conseguían arrancar buenas palabras de los directores de oficina.

Aunque no se lo comenté a mi amigo, a los directores de las entidades financieras les importan un pimiento sus heroicidades, retos y felicitaciones de tus clientes. Ellos son de una raza especial. Pertenecen a lo más convencional del mundo de los negocios. No acaban de entender esto de la Red. De hecho, están de muy mal humor porque han despertado abruptamente del paradisíaco sueño aparentemente infinito del ladrillo. Un mundo de confort y de cosas tangibles. Efectivamente, su humor, no está para bromas. Sus departamentos de control de riesgos, menos.

Su único argumento son las cuentas y los balances. Mi amigo, el emprendedor, está nervioso y un poco fastidiado. No consigue que los bancos confíen de la misma forma que lo hacen sus clientes. Eso lo desconcierta.

Para acabar de alimentar esta situación surrealista, algunas importantes compañías, se han acercado a mi amigo. Le han comentado lo bien que lo ha hecho y le han confesado que quisieran comprarle su empresa.

Ahora mi amigo tiene un dilema. ¿Qué hacer? ¿Empecinarse en buscar financiación en unos bancos que lo ven como a un marciano y correr el riesgo de morir en el intento? ¿O por el contrario escuchar los cantos de sirena de posibles compradores aún a riesgo de perder el control de su proyecto?

No vale con un “depende”. A mi amigo, que es una persona muy franca y honesta, le sobra energía y ambición, pero le falta tiempo. Por eso me pregunta, si es mejor dejar morir su empresa o malvenderla. La respuesta no es fácil ni evidente.

Post relacionados: