Durante la pandemia hemos podido comprobar como muchos confundían la obligación de la Administración de garantizar atención hospitalaria y seguridad sanitaria, poniendo todos los medios para vacunar cuanto antes a toda la población, con una ausencia absoluta de responsabilidad individual. Ciudadanos que, en lugar de autoprotegerse y proteger a los suyos, preferían dejar su futuro y su salud en manos de un gran hermano que les dictara la agenda. Solo había que confinarse si el Estado lo ordena bajo coacción, porque el Estado vigila y a ellos nada malo puede sucederles. O peor aún, saltándose sistemáticamente las obligaciones “porque yo lo valgo”.

Dictadura de lo políticamente correcto

Esa infantilización de la sociedad se agrava, como escribe Gonzalo Bareño, por la dictadura de lo políticamente correcto, en la que el Estado dicta lo que se puede decir o escribir y lo que no. El ciudadano renuncia a pensar por sí mismo. El discurso político de nuestros días se simplifica a niveles grotescos, “limitándose a consignas pueriles y a la exaltación exagerada de «lo público», de forma que la sociedad se centra en el ocio, y no en la reflexión, convencida de que solo existen derechos, pero no deberes”.

Vivimos tiempos difíciles. Pero renunciar a la responsabilidad individual y a la libertad de pensar, porque el Estado es infalible y nos protegerá de todo, sería una catástrofe todavía mayor.

La infancia eterna

Cuenta Jordi Soler (La ‘infantocracia’ del siglo XXI) que la proliferación de películas y series de superhéroes es otro de los síntomas que certifican la desconcertante infantilización que se extiende entre los adultos del siglo XXI.

Este éxito entre adultos también está relacionado con la forma de vestir o de divertirse que hasta hace muy poco era territorio exclusivo de niños y adolescentes; el adulto de hoy se viste con las mismas prendas que usan sus hijos o sus sobrinos, las mismas zapatillas deportivas de diseño estruendoso y colores pueriles, los mismos pantalones, gorras y sudaderas con capucha… El adulto de este siglo sigue consumiendo su tiempo con una enorme abanico de pasatiempos infantilizadores como podría ser, por ejemplo, grabarse haciendo proezas o monerías en TikTok o dedicar horas a revisar stories de Instagram.

La infantocracia se retroalimenta en la Red

En realidad, todo lo negativo se retroalimenta y amplifica en la Red (ver El negocio digital y nuestra memoria de pez). A partir de la información personal que la pantalla nos va succionando, para devolvérnosla más tarde en una colorida explosión de inputs que nos complacen, porque están basados rigurosamente en nuestros gustos y necesidades (Algoritmos para dominar el mundo).

Lo que vemos, escuchamos, leemos en una pantalla no es propiamente lo que queremos ver, escuchar o leer, sino lo que el algoritmo nos sugiere, pero escatimándonos lo que considera que no nos gusta, propone un panorama sin contrastes, personalizado a partir de los datos que nos succiona, ofreciéndonos una versión parcial y muy limitada de la realidad, que tiene poco que ver con el mundo real.

Más que ayudarnos a ampliar nuestro horizonte, el algoritmo nos encierra en un gueto personalizado donde tienen prohibida la entrada los elementos que podrían disgustarnos, porque en este siglo a los adultos no les gusta que los confronten con ideas que no se parecen a las suyas, ni con canciones o películas o novelas que no formen parte de la burbuja que se han construido; a los adultos de hoy no les gusta que les lleven la contraria, prefieren el like, el caramelo, la recompensa de la micro sociedad en la que viven y se reflejan.

En este universo infantil, constituido solo de cosas que nos gustan, se pierde el sentido crítico porque la vida es una compleja trama que incluye también lo que no nos gusta y el criterio se forma, precisamente, con las ideas y las costumbres que son distintas de las nuestras y que, generalmente, no nos gustan, pero las toleramos y tratamos de entenderlas, como hacen los adultos.

Eli Pariser y su ‘El filtro burbuja’ lo plasmaron a la perfección. Y en un mundo de niños, la libertad de expresión no tiene sentido. Un adulto tiene que ver lo desagradable de la vida. Así que estamos ante otra víctima más, como la presunción de inocencia.

El lenguaje correcto, lenguaje inclusivo

Parece que vivimos en una sociedad ansiosa y cortoplacista. Si un Ministerio de Igualdad quiere legislar los chistes sobre mujeres, estamos ante una iniciativa tan aceptable, como lo es la llamada ‘ley mordaza’. Se quieren judicializar los comportamientos, y lo peor es que se aplaude que sea así.

Como afirma Darío Villanueva en Morderse la lengua: Corrección política y posverdad’ La corrección política la ejercía antes un poder político o religioso… “Ahora es parte de una nebulosa de la sociedad, donde un grupo, una tendencia, un género se considera autoridad para imponer lo que se puede y lo que no se puede decir. El que no se atenga a esas normas no escritas tiene que atenerse a las consecuencias”.

Afortunadamente, se alzan voces con sentido común. La lingüista Carme Junyent asegura que le preocupa mucho que los políticos «se atrevan a decir» cómo hablar. En este caso, lo dice en referencia al lenguaje inclusivo. Junyent es la coordinadora del libro Som dones, som lingüistes, som moltes i diem prou, en el que unos setenta lingüistas aportan argumentos sobre el lenguaje inclusivo desde ámbitos como la administración, la educación, la corrección y traducción, y la información. Lo que más le preocupa a la lingüista es que desde el poder se estén imponiendo ciertas formas de lenguaje inclusivo.

Un mundo perfecto o un mundo mejor

Esta misma corrección política que, en las últimas décadas, impone su propio marco mental y su eficaz manipulación emocional, ataca y ridiculiza cualquier voz disidente. Todo sea bajo la justificación de querer un mundo perfecto, cuando algunos solo pretendemos un mundo mejor. Los dogmáticos son los que cuestionan y coartan las libertades individuales, con tentación autoritaria y muestras sobradas de abuso de poder para imponer “su modelo”.

Como explica Michael Shellenberger, el catastrofismo vende (No hay apocalipsis: Por qué el alarmismo medioambiental nos perjudica a todos) vivimos un entorno VUCA en el que parece que el pesimismo imperante se convierte en profecía autocumplida. Ha habido un exceso de catastrofismo y no puramente comunicativo. Será por interés económico, status o poder. La imposición narrativa que muchos quieren no solo no convence, sino que produce el efecto contrario. El dogmatismo y la superioridad moral, no satisfacerá nuestras necesidades psicológicas y existenciales, y tampoco nos salvará.

Lo único urgente es dejar de esconder la verdad a la población, reconocer que no tienes ni idea o simplemente que te has equivocado. Aunque no sea agradable, muchos lo agradeceríamos, aunque supongo que para eso no solo nos falta coraje, sino cultura democrática.

España epicentro de la infantilización

Quien piense que la renuncia a la responsabilidad individual es un fenómeno global, se equivoca. El epicentro mundial es el Estado Español. Los datos están ahí: el 76% de los españoles considera que el Estado es el principal responsable de asegurar una vida digna a sus ciudadanos. Un resultado que asusta y contrasta con Italia (64%), Francia (54%), Reino Unido (44%) o Alemania (41%).

Esto no es lo peor. En el mismo informe Values and Worldviews: Valores políticos-económicos y la crisis económica’ de la Fundación BBVA, se confirma que los españoles creen que el Estado debería tener mucha responsabilidad a la hora de controlar los precios (88%), los salarios (88%) … y los beneficios empresariales (49%). Luego alguien se sorprende porque el Gobierno Español quiere evitar la escasez de los test de antígenos regulando los precios.

Esa concepción del libre mercado no es anecdótica. Según el mismo informe, solo el 49% de la población considera que vivimos mejor en una economía de libre mercado que en una economía planificada. Dato que contrasta con Alemania (73%), EEUU (70%), Vietnam (95%), Nigeria (74%) o India (72%).

El Estado quiere más control y el régimen perpetuarse

En esa infantocracia que expone Soler, “es necesario recordar lo vulnerables, y manipulables, que son los niños, y procurar no perder de vista que el adulto que tiene a mano todos sus juguetes no ofrece ninguna resistencia, se distrae mientras el otro, que no ha mordido el cebo toma, sin ninguna oposición, el control

Los embates sufridos por los sistemas democráticos durante la pandemia, señalando el antes, durante e intentando vislumbrar el después del sistema democrático, ponen en evidencia las intenciones. Porque en realidad, dice Innerarity (Pandemocracia) la eficiencia totalitaria si es que existe, nunca tiene como objetivo la protección ciudadana, sino la supervivencia del régimen.

Imagen de Engin Akyurt en Pixabay

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